Tuesday, November 21, 2006

V

Aquella noche la ciudad esperaba a Joyce con los brazos abiertos. Miró al cielo. Encontró un negro marino vacío que engendraba luces de neón por todas partes. Pensó que cada destello artificial de brillo, era una pequeña triquiñuela de los diablillos que molestan a Dios, como las moscas fastidian a las vacas. “Pero en este caso”, se dijo, “estoy del lado de los diablillos”.

Divertida, con la sensación privilegiada que todo el mundo ha tenido alguna vez, decidió pasear por la ciudad. Le apetecía. Se fundió en la multitud. Faltaban dos semanas para el día de navidad. Las calles empezaban a estar atestadas de gente de todo tipo. Casi todas las personas, pensó Joyce, tenemos dos puntos en común por estas fechas: el primero es el destino de nuestras miradas, a veces fugaces, a veces recreadas, que se posan al final en los brillantes escaparates. El segundo, es que nuestros sentimientos se magnifican. “Quien esta mal, estará peor. Quien está bien, estará mejor”. Era algo obvio. Entonces se preguntó cómo sentía. Y no supo qué contestarse. Era demasiado huraña consigo misma. Era como si ella misma considerara su cuerpo un huésped de dos personas distintas(sin contar a la tercera, la esquizofrénica, -reflexionó con gracia-). La una quería conocerse siempre. La otra se mostraba esquiva. Sin embargo sabían convivir y las dos partes se necesitaban. Así que quizás,- conjeturó- se sentía feliz. Sí.

Se coló por los callejones adoquinados del centro de la Ciudad - bastiones de una civilización que por aquél entonces estaba aún a punto de tocar techo- y dio a la Plaza Orwell. Las fachadas de los edificios estaban cada vez más estropeadas. Era algo que podía percibir incluso cualquier persona que pasara por allí frecuentemente. Se paró frente al kyosko de la plaza y echó un vistazo a los titulares de la prensa de la tarde. De nuevo era noticia la última proposición de ley del gobierno: el control de la reproducción humana a nivel estatal. Era algo que había causado mucho revuelo, sobretodo entre los estratos conservadores de la misma Coalición por el Orden y la Justicia (COJ).

La dependienta, una vieja con cara de mala leche, la miró con peor cara todavía cuando vió que la muchachita de los cojones llevaba un buen rato frente a los periódicos sin llevarse a las manos ninguno de ellos (“esta chica no va a comprar una mierda”, se dijo). Joyce se percató y lejos de buscar más líos, se marchó presta. Si bien perdía la capacidad de control sobre sí misma cuando la poseía su enfermedad, era consciente, sin embargo, de cuales eran los factores que propiciaban su manifestación: Situaciones excesivamente violentas, hostiles o peligrosas.

Salió del casco antiguo pensando que al igual que era perceptible para cualquier persona el desmejoramiento progresivo de las fachadas de la zona, también lo era para ella el declive de la sociedad.

Cenó algo en el Mark 0’Connor. Comida rápida y maloliente, pero necesaria para cualquier rata de ciudad. Subió apesadumbrada los escalones del bloque en donde vivía. Se había esfumado por completo la ilusión con la que había emprendido su paseo nocturno. Abrió la puerta y se sorprendió al comprobar que Grace ya dormía (su chaqueta y su bufanda estaban en el perchero), y el piso estaba a oscuras. Tomó su medicación, se cepilló los dientes, pasó de puntillas por delante de la habitación de su hermana, entró en la suya y se durmió con suma facilidad después de todo.

Saturday, November 18, 2006

IV

Echó una ojeada a las secciones de alrededor para cerciorarse de que allí no había ningún vinilo de Charlston. Cuando estuvo segura, buscó de nuevo un dependiente para preguntar otra vez. El problema entonces fue que en la planta baja parecía no haber ninguno. Le dio por el culo tener que subir las escaleras, pero al final se resignó y volvió a la planta principal. Allí, casualmente, el primer dependiente con el que se cruzó fue el chico del acné. Le repugnó tener que dirigirse a él de nuevo, pero no había tiempo para buscar a otro.

- Discúlpame otra vez, pero es que me han enviado a la sección incorrecta…me podrías decir dónde se encuentra la sección de clásicos del jazz.
-Señorita, le he dicho que estaba ocupado, pregunte a cualquier otro dependiente.

Entonces todo fue muy rápido.
Joyce, tuvo un brote esquizofrénico.

“Montón de estiércol petulante, pseudo-encargadillo de mierda, no creas que llevar ese chaleco te da la autoridad moral suficiente como para no tener que dar explicaciones a tus clientes. – Empezó Joyce sin perder la calma, con un ritmo pausado y medido, voz tierna con atisbos de sutil insolencia.- A casi todos pasa lo mismo- Se le escapó una sonrisa cínica por debajo de la nariz a la vez que ladeaba la cabeza reacción fruto de su incredulidad-: cuanto más feos e infelices sois, más necesidad tenéis de escudaros en todo aquello que simboliza el poder y el éxito. A ti te pasa eso con tu uniforme. Me llena de tristeza reconocer que no soy capaz de encontrar una solución a tu situación. Dentro del grupo de los feos, están los feos necesitados de un Reconocimiento Social Excesivo (RSE). Este tipo de gente, entre la que tú (con tus granos) te encuentras, sufre un ansia endémica por escalar hacia el prestigio profesional y personal a cualquier precio. Sois gente mala.”

Joyce y el chico ahora se encontraban rodeados de una docena de gente aproximadamente, que voluntaria o involuntariamente había escuchado la pequeña exposición de la muchacha. El empleado de cara cubierta de acné no supo como reaccionar. Quizá porque había recibido demasiada información en poco tiempo y aún la estaba asimilando… quizá porque se había colapsado de la vergüenza. Fuere como fuera, el chico aguantó el tipo y optó por la actitud más acertada: “El cliente siempre tiene la razón”, así que cerró la boca y se esfumó mientras la gente de alrededor se separaba haciéndole un pasillo.

Joyce tuvo tiempo de perdonarle la reacción, puesto que entendía que después de aquella humillación el chico no estaba en condiciones de dirigirle una sola palabra. Después de eso, volvió a su estado de conciencia sin acordarse de nada de lo que acababa de suceder. Sin comprender qué razón concreta había llevado a toda esa gente reunirse a su alrededor, llegó a imaginar que había tenido uno de sus brotes esquizofrénicos. Lo importante es que no había nadie llorando. Tampoco parecía haber alguien con ganas de dañarla físicamente. No hubiera sido la primera vez que, al cobrar conciencia, se encontraba a alguien pidiéndole perdón y besándole los pies. Concluyó (prefirió no preguntar a nadie) que hubiera pasado lo que hubiera pasado, todo el que allí había, estaba allí porque quería. Se agobió de repente y se marchó de la tienda. Dejaría lo de los vinilos de Charlston para otra ocasión.

Wednesday, November 15, 2006

III

Aquella tarde salió pronto porque tenía algo que hacer: Quería encontrar unos vinilos de Charlton Godman. A Joyce le fascinaba la música de los felices 20 y no se podía resistir a escuchar su nuevo tocadiscos (en realidad era de tercera mano recién comprado) la áspera voz de aquél afro-americano afortunado para sus tiempos.

Llegó a la macro-tienda de discos Thumbs Up media hora antes de que dieran el cierre porque por el camino se había hecho con un perrito caliente. Daba igual. Había tiempo suficiente. Entró y preguntó al primer dependiente que encontró, un muchachito que tenía la cara devastada por el acné.

“¿Disculpa, la sección de jazz y swing de los 20?
-Perdona un segundo, ahora te atiendo, es que he de resolver un problema urgente.
Joyce no se desanimó, pensó “que le den por el culo” y pregunto al siguiente dependiente que encontró pululando por la gran tienda. Esta vez se trataba de uno de esos tipos que se pasea con el pelo enredado laceado en forma de cola de caballo. “Muchos de ellos creen que con eso hay suficiente para disimular la mierda que llevan consigo”, pensó antes de formular la pregunta.

-Vinilos de los años 20, por favor?- Musitó tiernamente.
-En la planta baja al fondo a la izquierda- interpeló lacónicamente el muchacho.
-Muchas gracias- Cerró Joyce, mientras se preguntaba cómo coño un gilipollas como ese podía ser dependiente de aquella tienda si ya tenían el cupo de retrasados mentales cubierto con el chico del acné.

Bajó las escaleras y entró en lo que percibió, la zona de frikyes elitistas. No lo podía negar, ella era una de esas Frikyes.

Los mostradores de planta baja estaban notablemente más sucios y descuidados que los de la planta principal. Una capa de polvo a menudo cubría las piezas que allí se encontraban. El suelo era el original del edificio, baldosas de un verde apagado y mate. Las paredes tampoco estaban pintadas con el color corporativo de thumbs up, -verde chillón y amarillo-. Se mostraban desnudas y destartaladas, estucadas al gotelé más rancio que se podía encontrar en una ciudad Moderna como aquella.

Enfiló el pasillo central hasta el final, y entonces torció a la izquierda, tal y como le había indicado el tío guarro del pelo. No fue lo que se dice “chica” precisamente su sorpresa cuando vio que se encontraba en la sección de “material sonoro pornográfico”.

Títulos como “la capuchoncita roja” o “Mamita cómemelo todo” eran los menos pretenciosos. Joyce se empezó a poner irascible. Miró el reloj y vio que quedaba un cuarto de hora para que cerraran la tienda.

Friday, November 10, 2006

II

No, ella no cogía ningún cuchillo, como se suele pensar de los esquizofrénicos profundos. No. Ella sencillamente tenía momentos de lucidez increíbles. Era como si tuviera el cuatriple de tiempo en comparación al resto de los mortales para pensar y reflexionar sobre lo que iba a decir. Era como si estirara tanto el tiempo que pudiera comprender sus movimientos, y a modo de silogismo, las intenciones de éste.

Joyce era muy, muy pelirroja. Su cara estaba completamente salpicada de pecas que llamaban a la anarquía y al descontrol. La más perfecta desorganización reinaba en su rostro, un caos exquisito que significaba al final orden sin igual. Las facciones, expresivas todas ellas, no dejaban indiferente a nadie. Unos ojos entre meloso amarillo y helado metálico permanecían siempre escrutadores, incansables y devoradores de la sorpresa. Hacían a cualquier ser mínimamente racional sentirse desnudo. Unos labios de color fresa, finos en apariencia pero profundos en su detenido análisis, daban a unas encías que soportaban estoicas unos dientes como filones de oro blanco. Brillantes y pequeños cuando tocaba. Grandes y enloquecedores cuando era el momento. Quijada nórdica llena de decisión y nariz vacua, frívola como ella, acabada en punta medida. Y su melena fuego desfilaba lisa y decidida por un cuello de cisne espectacular, y estallaba en los hombros, provocando giros y enredos aleatorios que nunca se acababan de consumar, pues su cabellera fuerte, transpirable y sana, era reacia a los enredos totales.

De figura escandinava, homenaje a las formas femeninas más tribales y altivas, utilizaba su cuerpo como si fuera sencillamente la extensión de su cabeza. Como si fuera una blusa, como si fuera un vehículo, o como si fuera sencillamente un medio más que un fin.

Llevaba dos años ya en Walter&Thomason, y había pasado de rellenar los bidones de agua y servir cafés, a ayudar directamente a algunos abogados en pequeños casos relacionados con hurtos y allanamientos de morada. Actualmente trabajaba con Gerard en la defensa de un vecino del barrio de Artemisa, acusado por otro de haberle reventado las ventanas de la casa a escopetazos.

Joyce, aparentemente, no daba la sensación de ser tan lúcida como cuando se manifestaba la enfermedad. Era muy tímida y a menudo se contenía en exceso a la hora de aportar sus argumentaciones sobre cualquier caso. Si bien no era tan espectacular y mortífera su palabra como cuando andaba “poseída”, sus razonamientos siempre eran dignos de ser escuchados y a menudo aportaban luz acerca de nuevas-posibles hipótesis, móviles o vías de actuación dentro de cualquier investigación.

Daban ya las siete de la tarde y Joyce salía, como cada tarde de trabajar. En esta ocasión no la acompañó ningún colega hasta la avenida Humpfall, porque todos se debían quedar hasta tarde ultimando detalles acerca de sus casos. El bufete andaba muy requerido últimamente… y eso no era una buena señal para el mundo… amén que no lo era, pensaba Joyce.

Wednesday, November 08, 2006

I

“Isabel Cuixet es una bruja!”, espetó Joyce.

“Es un montón de mierda que no sabe encadenar dos planos seguidos”, remataba.

Un frivolidad más de aquella joven y desvalida muchacha, pensaron algunos colegas del bufete.

Ya se habían acostumbrado a las reacciones de la becaria. Sabían que se medicaba para evitar los brotes esquizofrénicos que le habían valido aquella plaza. Gracias al programa social de ayuda a enfermos crónicos, el bufete ganaba reputación.

Además. Joyce no hacía mal su trabajo (siempre que no la dominara su enfermedad).

Por aquellas razones, los muchachos se habían habituado ya a ella y no dudaban en darle la razón.

El problema venía cuando Joyce, en pleno brote, se encabezonaba en profundizar en sus propios argumentos, exponiéndolos ante el respetable. Y queriéndolos contrastar con él.

“Isabel Cuixet nos habla de una vida hermosamente triste… paraboliza la existencia del dolor y la convierte en un afable soplido de candorosa humanidad.

“Las cosas no son así, amigos. Yo estoy enferma… y se han hecho muchas películas acerca de la esquizofrenia… pero ninguna supera la misma realidad… porque aquí no saltamos de escena en escena, y el mero hecho de la existencia de un tiempo real en todo nuestro tormento, amansa nuestros sueños y los acaba matando de aburrimiento.

Qué opinas Charles?”

Charles era uno de los pocos que le seguía la corriente, un abogado experimentado en la profesión, pero pueril en el trato personal. Quizá por esa razón hacía caso a Joyce. Quizá porqué era su manera de meterse con ella y de pavonear ante sus colegas.

Pero Joyce se lo agradecía.

“Creo que tienes toda la razón Joyce,¿A quién se le ocurre pensar que los pies mojados son una metáfora del olor a vida?”

A menudo el brote se desvanecía en plena discusión, y Joyce no recordaba nada de lo sucedido mientras estaba “en trance”.

Fuera como fuera, los muchachos habían empezado a adorar su locura. Quizá contribuía a ello lo bonita que era y la curiosa manera en que se manifestaba la enfermedad.